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Vivimos en la era del “bienestar”. Por todas partes se nos
bombardea con ofertas de spa acuático para el relax físico, spa psicológico
para el relax mental y spa espiritual para el bienestar del alma… Queremos
estar bien a toda costa, eludir el sufrimiento y si este se da, que algo o
alguien nos lo quite rápido, pues apenas tenemos capacidad para soportarlo.
Pero la realidad no es así, no está siempre la opción que responde
a todos nuestros deseos, o no existe la píldora mágica para la felicidad
permanente. El sufrimiento nos lo encontramos todos, antes o después, en mayor
o menor grado en nuestras vidas. ¿Quién no ha experimentado alguna vez una
“herida de guerra”? ¿Quién no ha sufrido alguna lesión en su vitalidad,
confianza, sensibilidad, sentimientos, etc.? ¿Quién no se ha encontrado con
personas injustas y egoístas o incluso malvadas que han lesionado su confianza
en la vida? Incluso aunque no hayamos encontrado a esos "malos de película",
todos nos relacionamos con personas que cometen errores, que se equivocan, que
juzgan inadecuadamente, etc.; personas cuyas cegueras y limitaciones lesionan
imprudentemente a otros. Experimentando más daños quienes son más vulnerables.
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De las malas experiencias muchos nos hemos llevado “heridas
de guerra”. Una parte de estar vivos implica el riesgo de lesionarse con las
vivencias, con las relaciones, etc.. Si camino por la vida me puedo caer o
tropezar… Pero ¿esto implica que el riesgo de caerme me haga quedarme en casa
para evitar la caída? Si hago esto, haría una lesión más grande a mi existir al
quedarme inmovilizada por el miedo a experimentar una lesión o un contratiempo…
Además de una herida, añadiría un perjuicio al malestar, como el de privarme de
buenas experiencias que ampliaran mi perspectiva y horizonte vital.
Vivir implica un riesgo. De hecho, desde que nacemos
podríamos morir. Pero mejor nos olvidamos de esto… Vivimos, inconscientemente,
como seres inmortales que aspiran a una sonrisa beatífica permanente como fruto
de un bienestar perenne… Algo que parece solo alcanzable si viviéramos siempre
drogados o anestesiados.
Con lo que planteo en este escrito no quiero decir que la felicidad no sea
posible, sólo pretendo señalar que la felicidad no es un estado de placer o de
risa permanente. Las personas que se consideran felices experimentan
sufrimiento, sienten las cosas buenas y sienten las malas. No se quedan
enganchadas en lo que las daña y disfrutan lo que les genera placer y
bienestar. Experimentan la vida, abren su alma a experiencias que quizás ponen
a prueba su propia vulnerabilidad. Sí, vulnerabilidad. Somos vulnerables y
mortales. Normalmente queremos olvidarnos del dolor, para vivir en la inconsciencia que nos hace creer que felicidad es lo mismo que placer. No vemos que quizás lo que nos incomoda es
también una oportunidad para ver más allá, para fortalecernos, para crecer. La
felicidad es mucho más que el hedonismo (buscar placer), es también
eudaimonismo (buscar sentido). Es decir, que no es el placer lo único que
aporta felicidad, también lo es el eudaimonismo, una forma de encontrar sentido
a la vida ligada a poner en práctica valores como el altruismo, o ser capaces de
mirar por el bien común, o permitirnos ser creativos, etc. Las personas con
felicidad eudaimónica (centrada en el sentido) se deprimen menos que aquellas
que buscan felicidad hedónica (centrada en el placer), según muestran diversos estudios.
Por otra parte están los que sacan una cierta “rentabilidad”
del sufrimiento. Consciente o inconscientemente la queja constante y el apego a
su dolor les proporciona una identidad y sensación de que existen y les sirve para recibir diversas atenciones, o para eludir responsabilidades. Viven en la ficción de que sin estar situados en el
rol de víctimas irredentas no existen. Es decir, un personaje llamado “víctima”
se ha apoderado de sus vidas, pues así se obtienen algunos beneficios en el día a día. Pero esta
actitud solamente sirve para sufrir más, a pesar de que parezca proporcionar
unos ciertos beneficios. Ese personaje de “víctima” impide vivir la propia
vida, impide la propia libertad y es una
cárcel que perpetúa aún más las “heridas de guerra”, porque supone seguir
viviendo durante años como si la guerra no hubiese terminado, en un estado de
terrible indigencia emocional y de sufrimiento perpetuo, por muy rentable que
sea. Esa rentabilidad no son más que migajas que acaban aumentando la
necesidad de existir y de ser querido, desde un lugar que para quién así vive supone no llegar nunca a su objetivo.
Las “guerras” y las “heridas de guerra” existen, pero las
guerras suelen ser pasajeras (lo que pasa es que nuestra mente no siempre se da
cuenta cuando la guerra ha terminado). Afortunadamente, esas “heridas de
guerra” pueden curarse en unos casos, en otros aliviarse, y en caso de no ser
posible lo anterior se trata de aprender a vivir con ellas, desde el lado más sano
que todos tenemos. Estar con “heridas” no significa ser peor persona, ser
inútil o estar incapacitado para tener una vida con sentido (felicidad
eudaimónica), aunque cueste más encontrar momentos placenteros. Incluso hay
personas “heridas” que han construido sus vidas y las de los demás con una
actitud heroica, han sido capaces de mirar más allá de su propio sufrimiento,
aprovechándolo para darse cuenta de que hay más “heridos” con los que hacer el
camino y que es mejor acompañarse unos a otros en construir la realidad que
solidificar burbujas heladas alrededor suyo que vuelven más dolorosas las
heridas.
Las “heridas de guerra” ahí están. Son una muestra de
nuestra vulnerabilidad como humanos que somos. No somos dioses, aunque a veces
nos podamos creer esas ficciones narcisistas tan limitadas en las que parece
que lo único que importa es la obtención del propio placer y queramos alargarlo
indefinidamente. Probablemente, si esto algún día fuera posible, acabaríamos
atrofiados, reblandecidos, obesos y tan limitados como los humanos de la
película Wall-E, que acaban incluso perdiendo parte de sus huesos al no
caminar, pues van sentados todo el día en una máquina que también les
entretiene.
Como contraste tenemos los caminos de tantos héroes anónimos
que luchan por un mundo mejor. Un ejemplo puede ser el de Frodo en “El Señor de
los Anillos” que a pesar de sus “heridas de guerra” y limitaciones sigue
luchando hasta el final por cumplir su misión, pues tiene un sentido para él. Ha asumido su responsabilidad para el bien de todos.
Ante las “heridas de guerra” asumamos nuestra
responsabilidad por hacer lo posible por sanarlas (al menos del rencor ante
quién las produjo, pues las envenena doblemente), y mientras no se alivian, o
en el caso de que no puedan curarse acordémonos de todas las partes sanas de
nuestra realidad bio-psico-socio-espiritual desde las que podemos seguir
construyendo una realidad mejor para todos, con el ejemplo de una actitud que
quizás ayude a salir adelante a nuestros hermanos heridos. Aunque unos heridos
puedan más que otros, unos caminen y otros no, unos puedan elegir la mejor
actitud y otros no, unos puedan reír y otros no… Tengamos o no heridas graves
siempre está la opción de aportar algo desde los más pequeños detalles, hasta
la más grandes obras. El dolor es una experiencia común a todos y lo que
podamos hacer por aliviar el propio y el de otros siempre aportará más sentido
que buscar el mero placer. Ojalá podamos pasar de la búsqueda del bienestar
permanente, a la búsqueda del “bien-ser” progresivo…
Diariamente encuentro en muchos de mis pacientes a esos
héroes anónimos que me muestran como son capaces de seguir viviendo incluso con
graves “heridas de guerra” y que tienen la humildad de dejarse acompañar o de guiar en nuevos caminos, desde la supervivencia a la Súper-vivencia. Gracias a
todos ellos por enseñarme tanto cotidianamente.
1 comentario:
Admitimos absolutamente todo.
Admitimos el dolor de la creación, no sólo el sufrimiento humano, sino toda la trágica historia del mundo y el sufrimiento de otras criaturas - no porque seamos santos o buenas personas. No tenemos otra opción. Esa es la forma en que estamos hechos, y ese es el camino.
La verdadera aventura está hecha de intensidad. Uno abraza el sufrimiento del mundo no en menor medida que su esplendor y emoción.
La verdadera alegría, la alegría que no deja sombra y no conoce variación, ha llegado a través del fuego. Podríamos decir que el remedio para el sufrimiento es homeopático.
Douglas Harding
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